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18 FEB

RELATOS X QUINCENA DEL CONCURSO ALI I TRUC

Estos son los 16 relatos que participan en la 10ª quincena de nuestro concurso de micro, que han de comenzar con la frase «No les enseñaban a nadar», de la novela 'La bajamar' de Aroa Moreno Durán.

A continuación, en orden alfabético a partir del primer relato que nos llegó, os ofrecemos los microcuentos que participan en la décima quincena de nuestro concurso. Os recordamos que eran relatos que debían comenzar con la primera frase del libro La bajamar de Aroa Moreno Durán.

Podéis votar  hasta el domingo 20 de febrero a las 20:00 enviando a la dirección de correo david@aliitruc.es vuestros tres relatos favoritos con 3, 2 y 1 puntos.

 

ACTUALIZACIÓN: Una vez conocido el resultado, colocamos los tres relatos finalistas al comienzo y desvelamos la autoría de cada obra.

En tercer lugar :

PRIMEROS AÑOS, de Silvia Espina.

No les enseñaban a nadar, no era necesario, ellos habían nacido en el mar.

Niños de la costa, pequeños que jugaban y brincaban desnudos bajo el sol de levante, oro en sus cuerpos, inmersos en la majestuosidad del mar.

Al inicio tímidos braceos, luego el desafío de llegar a las rocas profundas, compitiendo de paso en ver quién se mantenía más tiempo sumergido y observando, casi sin darse cuenta, bellezas de color y forma ocultas bajo la superficie.

Gozando inocentes con las olas, ofrecían miguitas de pan a los peces más osados, ondulantes reflejos nacarados en la espuma.

El mar siempre vivirá en ellos.

En segundo lugar :

FUERTES, PACIENTES Y DUROS, de Américo Fojo.

No les enseñaban a nadar, su mundo era la áspera tierra de los montes, las gotas de rocío en los helechos y las flores amarillas entre peñas grises.

Fuertes manos callosas que revivían la cotidiana lucha con matorrales y rocas obstinadas que no cedían sitio a la huerta.

Paciente espera del brote tierno y vigilia constante de su remonte a las nubes.

Duro hacer del labriego, descanso que evoca el azul lejano entre las verdes colinas, musgo húmedo en los cercos de piedra y la voz del agua vertiéndose en las acequias.

 

Relato ganador:

NAUFRAGIOS, de Mariam Vicente.

No les enseñaban a nadar, y todos saltaban desde el malecón al revuelto mar de la vida sin protección, y sin saber qué les esperaba en ese piélago oscuro repleto de secretos.

No les enseñaban a vivir, y la mayoría naufragaba una y otra vez en las agitadas aguas, buscando un amor al que agarrarse, uno que les salvara de hundirse sin remedio.

No les enseñaban a morir, pero la muerte les acompañaba desde el primer aliento, aguardando a que la esperanza zozobrase agitada por la marea para cobrar así un nuevo trofeo.

Nadie les enseñó, y a los que sobrevivían les llamaban héroes.

 

 

VALIENTE, de Elena Fojo.

No les enseñaban a nadar, por temor a que se ahogaran.

Ella respetó esa decisión, pero Él no, desobedeció y aprendió.

Entre el cielo y el rio marrón supo que era poderoso y buscó otro mar.

Ella lo vio partir y no lloró.

Sus ojos guardaron tantas lágrimas que su Alma dolió.

 

A BUENA HORA, de Marcelo Celave.

No les enseñaban a nadar y un día ocurrió lo tan temido. Al faltar el profesor de Ciencias, la bandita de Iván se escapó a la laguna de la cantera abandonada.

Era un pozo de dos hectáreas de superficie y treinta metros de profundidad abrupta, fruto de la extracción de pizarra con explosivos. Llena por una filtración rocosa, parecía un plácido lago.

Los cinco jóvenes, carentes de toda habilidad natatoria, se zambulleron como autómatas.

Nunca aparecieron; las corrientes subterráneas hicieron su trabajo.

A partir de esa desgracia el Instituto comenzó a dar clases de natación a sus alumnos y la «Laguna de Iván» fue clausurada.

 

COSAS DE MUJERES, de Paquita Márquez.

No les enseñaban a nadar a las niñas en aquel centro. Cuando mi madre me quiso apuntar al curso, el director se lo dijo bien claro: «Esto es cosa de niños, las niñas aquí ni pinchan ni cortan, son solo mujeres y aprenden tareas de mujeres».

Nos largamos de allí ipso facto. Aprendí a nadar, claro; hasta fui socorrista de piscinas en los veranos para pagarme la carrera.

Ahora nado cuando puedo porque me encanta, y además pincho y corto; también coso, por supuesto. Ayer, sin ir más lejos, le remendé el corazón a aquel viejo director misógino, porque soy cirujana, cirujana cardiovascular.

 

CRIOFOBIA, de Paquita Márquez.

No les enseñaban a nadar, solo trataban de acostumbrar su organismo al frío, porque los preparaban para el larguísimo viaje a Saturno y debían congelarlos, por eso los metían a ratos en agua helada. Pero Nicol, friolero de por sí, no lo resistió, y un día, tras el entrenamiento, salió completamente azul de frío y con una tiritera incontrolable. Tuvieron que descongelarle los dedos de las manos y de los pies y quitarle la tiritona con friegas de alcohol, pero el color azul no hubo manera de hacerlo desaparecer. Ahora parece un Avatar, o un Pitufo, porque con el frío parece que ha encogido.

 

CUESTIÓN DE PRIORIDADES, de Mari Bastida.

No les enseñaban a nadar, ya eran mayorcitos, sabían mantenerse a flote haciendo piruetas.

Allí estaban para lo importante, para enseñarles a distinguir colores, algo fundamental.

¿Cómo confiar la seguridad nacional a los responsables de activar el botón nuclear, si eran daltónicos?

Obtener suculentos honorarios y no saber qué dispositivo pulsar no tenía perdón de Dios.

Tenían otra peculiaridad, eran ambidiestros, y se confundían por igual según el día.

Querían demostrar sus habilidades en la piscina comunitaria de Villatempujo de Arriba, pero ante tales exigencias se negaron y decidieron retarse en el río.

Como no sabían bracear la corriente se los llevó, descansen en Paz.

 

DESAFÍO, de Alberto Gómez García.

No les enseñaban a nadar. Pero en la orilla sí que jugaban. Corrían. Y sus risas se escuchaban hasta que el sol amenazaba con despedirse. Pero no desafiaban a las olas. No se adentraban en el mismo mar que tenían alojado en cada centímetro de piel. Esa batalla llegaría más tarde. Algún día. Aunque no quisieran. Aunque no lo entendieran.


 

GALEONES Y FRAGATAS, de Américo Fojo.

No les enseñaban a nadar pese a ser marineros de la armada más poderosa, la grande, tal vez invencible.

Para salir al mar, sólo era necesario saber santiguarse y apretar los dientes

 

LA BANDERA DE LA INOCENCIA, de Fina Martínez Lozoya.

No les enseñaban a nadar, pero bajo la vigilaba de un cielo neutro y el contraste del mar abierto, juegan en la orilla de la playa dos niños a ser capitanes de una embarcación sin rumbo, sin entender de razas, ni odios ni amenazas. La brisa marinera, que escucha sus risas, inventa un sonido acorde con el silbido del viento, construyen castillos en la arena cuando se encuentran, inventan juegos en sus inocentes mentes; sus corazones se unen y hasta sus pies desnudos vuela una hoja libre, ondeando al son cual bandera, la bandera de la inocencia.

 

LAZOS, de Concha Vacas.

No les enseñaron a nadar, pero bajo el calor de luna no importaba. Anudados, manchados de carmín, sus manos lamian carne, eran dos en uno. Hacía un calor ardiente de agosto, el cuerpo ardía.

Cuando estaban copulando, en unos instantes el mar se arremolino, se tapó la luna un minuto.

¡Su suerte, cambio! No sé dieron cuenta que las corrientes cambiaban, enredados sus cuerpos en las algas, los pies en la arena.

La luna apareció sangrente. Intentaban salir de aquel remolino, el agua cambio el color, se hizo negra, el mar alzo su ola embolada, entre rugidos bramando el viento.

La luna se rio…

 

LLUVIA, de América Martín.

No les enseñaban a nadar, porque no había río, laguna o mar, sólo tierra llana y árida, del color de sus sueños y de los parásitos en sus vientres. Solo sabían cantar con el ir y venir del arado, crear melodías que enamoran al viento y seducen algunas nubes pasajeras, que siempre los miran y lloran de pena ante tanta pobreza. Así, la tierra magra brota el milagro de la vida, y solo así seguirán contando su historia de eterna esperanza a los hijos de sus hijos. No les enseñaban a nadar, pero sabían compartir con generosidad, y con las nubes, les enseñaban a soñar.

 

PROMESA Y SUEÑO, de Mª Ángeles Vaíllo.

No les enseñaban a nadar, vivían rodeados de montañas, el chicuelo estaba triste su padre había muerto ya nada le retenía allí.

Él quería cumplir una promesa y un sueño… cada noche se adentraba en el bosque y entre hadas y duendes lo enseñaron a nadar en la profunda poza. El chicuelo había pedido al viento del oeste que lo sacase de allí, llévame amigo alado, portame sobre tus alas, tengo que esparcir las cenizas de mi padre sobre el mar, se lo prometí y tengo un sueño ¡ver el mar de enredados azules! Y cumplió promesa y sueño sobre las alas de Céfiro.

 

SINCRONÍA, de Paquita Márquez.

No les enseñaban a nadar solamente, les enseñaban a vivir dentro del agua. Desde pequeñitas. Las elegían similares, del mismo color de ojos, de piel, de pelo; con parecida estructura ósea, de igual carácter. Les obligaban a aguantar mucho la respiración y a respirar a la vez, reír al unísono, bailar a idéntico ritmo, saltar, encogerse, hasta mover los dedos de la misma forma y en el mismo instante… Eran seis imágenes repetidas de sí mismas. Por eso aquel equipo de natación sincronizada resultó imbatible durante años. Hasta que una de ellas se creyó superior, quería destacar. Y la sincronización, se rompió.

 

SURFISTAS, de Fina Martínez Lozoya.

No les enseñaban a nadar, los surfistas se reunían en esa playa. Yo me relajaba viendo el paisaje que ofrecían las olas, alzándose para saludar a las nubes, la espuma parecía tragarse al mar por un instante.

Nunca había visualizado tanta belleza frente al portal de mi adolescencia; fui trenzando quimeras mezclándome entre los surfistas y las bravuras de los mares.

Digamos que desde entonces tuve el primer contacto del epicentro de mi adrenalina con mi yo externo.

Hoy voy costeando playas donde se pueda surfear, para sentir los abrazos de las olas en primera persona y donde ni el invierno pueda evitar alejarme.

 

Fuera de concurso:

TRANSGRESORAS, de Raquel Zaragoza.

No les enseñaban a nadar. Sin embargo, muchas aprendieron solas y lo hicieron contra corriente…

«Ser mujer no nos imposibilita para nada. Lo que sí lo hace es la ignorancia y la dependencia económica».

Virginia Woolf fue una de las escritoras que lucharon para promover el feminismo en una sociedad patriarcal. Soñaba con la igualdad de género, ¡qué locura!

Pero no, no estaba loca. Vivía atormentada por cicatrices emocionales que la desequilibraban. Y cuando no pudo más, con los bolsillos llenos de piedras, se sumergió en las frías aguas del río Ouse. Y por primera vez, una transgresora se dejó llevar por la corriente…

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