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19 MAY

RELATOS XVI QUINCENA DEL CONCURSO ALI I TRUC

Estos son los 20 relatos de la quincena 16 del concurso de micro, que empiezan con la frase «Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas» de la novela 'La cría' del autor y actor Pablo Rivero.

A continuación, en orden alfabético a partir del primer relato que nos llegó, os ofrecemos los microcuentos que participan en la décimosexta quincena de nuestro concurso. Os recordamos que eran relatos que debían comenzar con la primera frase del libro La cría de Pablo Rivero.

Podéis votar  hasta el domingo 22 de mayo a las 20:00 enviando a la dirección de correo david@aliitruc.es vuestros tres relatos favoritos con 3, 2 y 1 puntos.

ACTUALIZACIÓN: Tras conocer el resultado del concurso, dejamos en primer lugar los relatos del podio.

En tercera posición:

BUENOS AUGURIOS, de Raquel Zaragoza.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas…, tanto que se asomaban por el sombrero de copa; y todos pudieron verlas.
Los espectadores perdieron el interés por el viejo truco, sin factor sorpresa. Sin embargo, ajeno a los abucheos, el mago introdujo, ceremoniosamente, su mano en la chistera, y cuando acarició las peludas orejas, estas se transformaron en las alas de una paloma blanca, que auguraba la ansiada Paz. 
«¡Todavía había esperanza!, ¡todavía era primavera!»
Triunfó la magia; y, aprovechando el alboroto, el conejo se fue corriendo a un campo cercano, que… ¡ya no era de guerra!

 

En segunda posición:

SUSURROS, de Mariam Vicente.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas, y sus ojos negros de botón le miraban fijamente desde su atalaya.
El niño se tapaba la cabeza, luego entraba su madre a arroparle y le ponía el conejo entre los brazos. Tan pronto ella salía, el muñeco acababa en el suelo, lo más lejos posible.
Cuando, una mañana, el niño apareció muerto en el jardín, todos murmuraron, suicidio, acoso escolar, o malos tratos. Humo. Nada, o sí. Y su madre se aferró al peluche como único recuerdo de su hijo.
Hasta que un día, mientras limpiaba, el conejo le susurró insistentemente: ¡salta! Y ella también saltó por la ventana.

 

Y en primera posición, empatados:

LA PAUTA DEL CONEJO, de Silvia Espina.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas y así me torturaban en mis pesadillas luego de ser testigo del atraco cometido en la Sociedad de Fomento del pueblo. 
La Feria de Agricultura y Ganadería lograba habitualmente una recaudación importante y los forajidos, conscientes de ello, ejecutaron el robo con máscaras de animales; el conejo me impresionó por su violencia y don de mando.
Los días siguientes, nuestro perro escarbaba inquieto por el jardín. Siguiendo su rastro entre los setos, debajo de un cúmulo de tierra, encontré la máscara del conejo.
Mi corazón confirmó sus sospechas y con cautela la hice desaparecer sintiéndome orgullosa de mi amor filial.

 

GANADOR (GRACIAS AL VOTO DEL PÚBLICO)

UNA SOLA OPORTUNIDAD, de Demetrio Tenenbaum.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas. Las patas, pequeñas y fuertes como resortes. El hombre calibró con paciencia la distancia y apuntó entre los bigotes, al hocico. Solo tendría una oportunidad de sorprenderla. Algunas crías temblaban detrás de la madre como presintiendo la presencia humana. El hombre decidió apuntar a una de ellas. Después de todo, su piel tierna y blanca era un botín mucho más valioso que la del animal adulto. Luego apoyó el dedo sobre el disparador…
¡FLASH! Le quedó una foto preciosa.

 

Resto de relatos:

ERIAL, de Ana Montesinos.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas, ahí estaba como cada mañana mirándome curioso con ese movimiento incesante de nariz.
Al principio su presencia me incomodó: apareció sin esperarlo y no fue en el mejor momento...
Poco a poco me fui acostumbrando a él, empezó a gustarme su compañía, generé un cariño intenso que se convirtió en la necesidad de verlo cada amanecer, de sentirlo cerca. Esas miradas tiernas...
Un día dejó de venir, igual que hizo Roberto.

 

FENÓMENOS EXTRAÑOS, de Mari Bastida.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas, las mantenía hacia atrás, en posición de alerta, como si estuviera asustado.  Justo al lado, una figura humana resaltaba entre la ropa tendida que tenía en el patio.  No dejaba de mirarme hasta que por efecto de la brisa, las prendas flotaban y se balanceaban, entonces la imagen desaparecía.
¿Se trataba de una ilusión óptica?, ¿una pareidolia?, ¿o estaba viendo un fantasma? Quizás se valiera de la colada para manifestarse.
El movimiento de la ropa acentuaba la imagen espectral, pues intermitentemente, el enigmático visitante adoptaba una apariencia trasparente y recuperaba de nuevo su forma cuando el aire dejaba de soplar.

 

FERNANDO, de América Martín.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas, las patas del perro eran flacas y huesudas… Así iba el profesor de dibujo criticando los trabajos de Fernando. Su capacidad de síntesis era tal, que en su momento llegó a dibujar una gallina con un solo punto. «Si la mira desde arriba y a mucha altura se dará cuenta que así se ve» le explicaba a su profesor. Pasaron los años y Fernando logró perfeccionar el dibujo para alegría de su profesor, sin embargo, su espíritu retador no lo abandonó. Su dibujo de grado, dónde todos eran gordos, se lo dedicó a aquel profesor criticón… Gracias profesor, Fernando Botero.

 

LA ANCIANA DE CUMBERNAULD, de Meritxell Panadés.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas, de un tono blanco casi plateado, reflejando la intensa luz de la gran luna llena que nos acompañaba aquella noche de mayo entre los senderos de Cumbernauld. Se movió rápido, atónito por nuestra presencia, sus ojos oscuros, grandes y profundos nos guiaron hacia un claro donde yacía una anciana, de largo pelo gris, sentada envuelta de un manto blanco y con la mirada perdida en una pequeña hoguera mientras con sus manos hacía figuras reflejando sus sombras en los obeliscos que rodeaban el claro. El conejo se posó en sus piernas y la anciana levantando su mirada dulce nos invitó a acompañarla al calor de la hoguera.

 

LA EMPLEADA DISTRAIDA, de Marcelo Celave.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas. Me dio pena, pero no quería ser el hazmerreír de mis amigos y decidí devolverlo a la tienda.
–¿Quién le vendió esto? –dijo el dueño, un irascible hombretón de ciento veinte kilogramos.
–La chica –respondí.
–Pero esto es una liebre, no un conejo. Usted no tiene los más mínimos conocimientos biocientíficos… ¡no me haga perder el tiempo!
–Lo siento – dije «acongojado» y volví a casa con el conejo… perdón, liebre.
                                                                               –
–¡Mariiisa, segunda vez que te salvo el pellejo! ¡Esta vez fue leve, pero la primera vendiste un escorpión por un vinagrillo y le costó la vida al cliente! ¡Más atención Mariiisa!


SENTIDO A VIVIR, de Francisca Marhuenda.
Las orejas de conejo eran largas y puntiagudas. Pero Tom (que así se llamaba el conejo) no podía oír.
Al amanecer cuando un pequeño atisbo de luz se asomaba por la madriguera, escuchó una voz que le decía: Mi querido y dulce Tom, no vivas afligido por no tener desarrollado el oído, tú tienes un don que ellos no tienen. Presta atención, cierra los ojos y siente como de tu interior emana el sonido de todo aquello que quieras escuchar.
Sorprendido por su locura salió para confirmar lo que el susurro del alma le había dicho, dándole así valor a su vida.

 

SOPORTES, de Paquita Márquez.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas, tanto, que me asusté. No lo reconocí hasta que pateó: ¡era Tambor hecho un basilisco! Desde pequeño, mis personajes infantiles favoritos me visitaban en sueños cada noche hasta que, cumplidos los doce, me regalaron un libro electrónico. Desaparecieron de mis ensoñaciones como por encanto y los fui olvidando. Pero una noche, al encender el libro, apareció este Tambor irreconocible echando pestes por la boca y pateando como un loco tras el cristal de la pantalla. No tuve más remedio que romperla y, ¡oh sorpresa!, los personajes de los libros vuelven a poblar mis sueños. Me huelen a tinta y papel.


VICTORIA, de Demetrio Tenenbaum.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas. Demasiado, quizás…Se las recogió con un lazo. No debía permitirse el lujo de tropezar ni de distraerse. Era su gran oportunidad de lavar la afrenta que sufrió su prima, la liebre. Correría hasta la meta con rapidez y precisión. Sin pausas. Sin piedad.
El mono alzó su brazo huesudo y empezó a contar.
‒Tres, dos, uno… ¡Ya!
Minutos después, la tortuga celebraba su segunda victoria al hilo con gestos parsimoniosos y pesados. Y más allá, en un rincón del bosque, la liebre y el conejo debatían.
‒¿Cómo pudo ocurrir otra vez?
‒No sé. Para mí que la entrena Ancelotti.


CONEJO DE PASCUA, de América Martín.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas, el hocico amplio como la mascarilla rosa de mamá y la colita no parecía un pompón, sino la boina aplastada del abuelo. Las patas traseras son tan grandes como la mecedora de la abuela y allí apoya "su mullida barriga" como el cojín de papá. Pero lo mejor eran los ojos… redondos como las gafas del disfraz de Harry Potter que hace ya tantos años usé. Todos en el jardín lo esperábamos… Mi hermano, cómodamente inmerso en nuestro improvisado Conejo de Pascua, llegó del hospital para celebrar con nosotros haber salido de un ictus… «Volvió otra vez a la vida».

 

COPITO, de Américo Fojo.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas, blancas; lo llamé Copito, pero Luis se negó categórico: 
‒No quiero poner nombres a animalejos que nos vamos a manducar.
Nos despertó un fuerte crujido: el volcán, que nos sacudía noche a noche, había derribado los muros del vecino.
En segundos entramos en la granja y salimos a la carretera con un conejo bajo cada brazo; yo abrazaba a Copito. 
Corrimos en la noche cuando un violento destello nos encandiló, quedando congelados.
Del círculo luminoso surgió una figura de mujer sosteniendo un micrófono:
‒¡¡¡RTVE informando: vecinos se juegan la vida por salvar animales indefensos…!!!
‒¡¡¡ Ciudadanos ejemplares!!!

 

CUENTOS ENCADENADOS, de Raquel Zaragoza.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas; como antenas cimbreantes percibían cada movimiento de una Inocente Niña, que paseaba por el bosque; el Conejo Blanco estaba a punto de llevársela a su madriguera, cuando apareció el Lobo para salvarla y… ¡se lo comió! Alertado por los gritos de la pequeña acudió un Cazador, que, para ayudarla, cargó su escopeta y… ¡lo mató! La Abuelita, al escuchar el estruendo, salió en busca de su nieta, y al encontrarla, llorando, en los brazos del cazador, para liberar a la niña, le ofreció una manzana y… ¡lo envenenó!
Desde entonces…, ¡no hay Príncipe Azul que se acerque a La Niña!

 

CURIOSIDAD, de Paquita Márquez.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas porque, desde que había engordado, el mago tiraba tan fuerte de ellas para poder sacarlo de la chistera, que se habían estirado mucho. Antes se alternaba con la paloma, pero desde que se lio con Rockefeller, la muy puta se pasa el día empollando y, claro, dos sesiones diarias para él solo, son muchas sesiones.
Se tiene que replantear el futuro: o se pone en huelga, o adelgaza, o se resigna a que le sigan tirando de las orejas, ¡o puede escapar y dedicarse tranquilamente a cultivar zanahorias! ¡¡Eso!! Pero antes tiene que ver lo que sale de esos huevos…

 

EL CONEJO, de América Martín.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas, la guerra le había arrebatado su suavidad. El olor nauseabundo se reflejaba en el brillo de la mugre que lo cubría todo, y aun así, sus ojos inocentes inspiraban ternura. ¡Calla ya! Gritó la mujer soltando el cuchillo, atormentada con el llanto del niño, cuando su mente se nubló y sus tripas se retorcieron de hambre, perdiendo así el equilibrio. El niño intenta coger el cuchillo y tropieza la única pierna que sostiene sus huesos retorcidos de hambre y frustración, cayendo al suelo. Allí súplica… ¡déjalo ir mamá! ¡que salte, que corra, que sea libre! Ya encontraremos algo que comer…

 

EL CONEJO BAMBÚ, de Mª Ángeles Vaíllo.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas, su rabito cual pompón, los ojitos redondos y negros, asustado y dando brincos apareció en mi jardín entre buganvilias y hiedra. Gimoteando y con sus patitas golpeó la cristalera… 
Se dejó acariciar como si me conociera, ¡ven te llamare Bambú! ¿tienes hambre? Te daré yerba fresca, seguro que te has perdido. Yo te voy a cuidar y cuando te recuperes, te llevaré a la pradera para que saltes y corras, y encuentres tu madriguera.
Bambú me escuchaba como si me entendiera, siempre tendrás las puertas de par en par, para cuando quieras ser libre poderte marchar.

 

EL CONEJO QUE APRENDIÓ TARDE, de Marcelo Celave.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas. Por eso mamá conejo lo protegió mucho más. No soportaba que le hicieran bullying los otros conejitos. Lo siguió protegiendo en la juventud y, de vieja, siguió dándole su guarida y la poca comida que juntaba. Él se acostumbró a esa sobreprotección y nunca se preocupó por conseguir hierbas, semillas o raíces.
Hasta que murió mamá conejo y el conejito de orejas desmesuradas tuvo que salir hambriento a la pradera abierta. Las orejotas puntiagudas le impidieron ver el águila que en vuelo rasante lo agarró del cogote y se elevó rápidamente dándole una lección de aprendizaje inexorable… y tardío.

 

ENVIDIA, de Demetrio Tenenbaum.
Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas. Se las cortó.

 

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